Salí del hospital Virgen del Cielo, eran pasadas las cinco de la tarde, mi reloj se detenía por un momento. Mientras acariciaba lentamente los escaparates y vitrinas de la ciudad, la gente caminaba algarada con rumbo desconocido. Iba en busca de la estación norte del tren para dirigirme al pueblo de mi residencia.
De pronto el cielo dejó caer una tenue luz sobre el semáforo en rojo donde me encontraba. Bella, inalcanzablemente bella, se deslizaba lentamente al cambio del semáforo a verde, le seguí de cerca sus pasos, sentía su respiración y su latir del corazón cada vez que aligeraba su caminar, se sintió perseguida por un instante.
Pienso que pudo haber cambiado de rumbo, pero no lo hizo, continuó con sus zancadas largas y llegó a la estación Joaquín Sorolla, creo que se sintió acorralada, asfixiada. Se adentró en la estación y observé que compró un billete del tren rápido, AVE. Posteriormente, buscó donde posarse, se sentó y sacó del bolsillo de su maleta un libro de viajero. Yo había cambiado de rumbo, la estación norte que me lleva a mi pueblo no la veía. Ella, intercambiaba su mirada entre las letras y mi cercanía. Busqué la forma de sentarme cerca para poderla apreciar, sus ojos engalanados, sus boca roja revolucionaria, sus manos largas acariciando las hojas de aquel libro, su ropa cubierta y enigmática como clandestina en la ciudad; bella, transparentemente bella.
Los altavoces de la estación anunciaban la partida y el destino. De repente todo se me nubló, no pude entender como había cambiado mi itinerario, tenía en mi bolsillo derecho un ticket que me pondría en el mismo tren, en el mismo destino. Subí, y como cosa de la vida me senté al lado suyo, seguíamos mudos mirándonos de soslayo. Recliné el asiento y empecé a degustar la fragancia y el perfume de nuestro encuentro; a degustar el entorno mágico del vagón del AVE en el que me encontraba, por un momento me sentí libre. Las palabras viajaban junto con el tren, los árboles y casas pasaban en ráfagas simultáneas, mis pensamientos fijos y ella ahí sentadita, hablándome con sus ojos azules.
–¿Tiene hora?
–Sí, por supuesto, las seis menos diez. Llevamos veinticinco minutos desde el punto de partida, repliqué, ¡oh!, viajamos muy de prisa.
–Sí, me contestó.
–Efectivamente, respondí. ¿Vives en esta localidad que acabamos de abandonar o en la capital?, pregunté.
–En la capital, me dijo con su voz entrecortada.
Fueron unos segundos, unos segundos donde el tiempo se congeló. No lo creía. Salí rápidamente al bar del vagón. Le dije a la camarera:
–Por favor un vodka con hielo y jugo de limón.
El bar del tren era excepcional, nada que envidiar a un bar de copas de la Calle Mayor; agradable espacio, un breve espacio en el que se anhela una cita romántica. De repente sentí en mis espaldas una fuerte energía que se acercaba hacia mí. Rosana, así se llamaba, Rosana. Se acomodó en un rincón de la barra y pidió licor de ginebra al empleado del bar.
Le miré fijamente y le dije con mis ojos: Eres preciosa valenciana engalanada, tu aroma de ángel y tus manos de seda, tu fragor…, tu cara. Me respondió con sus ojos y una sonrisa burlona, luego se dirigió hacia mí, se acercó y sentí un frío sepulcral, sentí un fuerte escalofrío, sentí morirme.
Serán las cinco de la mañana, mi reloj detenido, el tren pronto pasará y nada que hacer. Hoy me ha abandonado nuevamente, siempre puntual. Seis menos quince, el reloj detenido. Hace frío de invierno.
Por Alexánder Muñoz para www.todosesupo.com