Con lágrimas en los ojos, María Teresa Tovar evoca el drama que vivió hace 28 años, cuando su fe quedó enterrada en el lodo, en medio de los escombros, al lado de los cadáveres, en una tierra de nadie que en otro tiempo se llamaba: Armero. Desde entonces, viven en Yumbo.
Sus tobillos guardan la cicatriz imborrable de la tragedia. “Faltó poco, para que le amputaran el pie”, recuerda Antonio Rojas, esposo de María Teresa, a la vez que se agacha, sin dejar de fruncir sus labios con un sentido de conmiseración, para masajearla.
De nuevo, retoman la postura en el sofá de metal, de seis cojines separados, y entrelazando sus manos arrugadas por el paso inevitable de los años, se disponen a abrir el baúl que había estado cerrado con candado; aquel que alberga los recuerdos dolorosos.
Al romper el cerrojo, rememoraron las horas previas a la tragedia, el aviso de peligro del párroco por la megafonía de la iglesia, la lluvia de ceniza que desde las cuatro avizoraba del peligro; el apocalipsis anticipado de Armero.
Levantando la mirada hacia el techo, como si tuviera escritos sus pensamientos en él, María recuerda que “esa tarde nadie le puso cuidado al anuncio del párroco, creíamos que era una creciente de agua y nada más. Nunca imaginamos que acabaría con todo, aún no sé, si es lo que tenía que pasar”.
A las once y media de la noche del 13 de noviembre de 1985 se sintió un fuerte temblor, acompañado de un estallido que levantó la humanidad de María del asiento de la sala. Ante el pánico, se reunieron en el patio la familia Rojas Tovar, con ellos vivían tres de sus hijos: Luis, Doris y Olga, y los acompañaba la madre de María Teresa. Al lado de ellos el carro que con mucho sacrificio habían comprado meses antes, la naturaleza no entiende de esfuerzos.
Al instante, una sombra se acercaba con la amenaza de envolverlos. Cien millones de metros cúbicos de pantano, lava, hielo y piedra, según las estimaciones de organismos de socorro, y el ruido ensordecedor de personas, reses, caballos y toda clase de seres vivientes, que luchaban por su vida en medio del lodazal, se aproximaba cada vez más.
“Nos cogimos fuerte de las manos”, coincidieron los esposos, mientras escuchaban el crujir de metales, tablas y, porqué no, hasta huesos. “Voltee a mirar y vi como las paredes se reventaron de un solo golpe”, recuerda Doris.
“A mi madre nunca la volví a ver, me queda el recuerdo del último roce que se dieron nuestras manos antes de que nos separará la avalancha”, pronunció con nostalgia María Teresa.
Ana Beatriz, otra hija del matrimonio Rojas Tovar, quien residía en El Líbano, Tolima, fue presa del pánico, al no saber del paradero de sus familiares. Estaba en los últimos meses de embarazo y aún recuerda con dolor como veía llegar camiones repletos de cadáveres: “Miraba atentamente, con lágrimas en los ojos, esperando encontrar a algún familiar”, y cree no equivocarse al afirmar que observaba como algunos cuerpos aún mostraban signos de vida.
“A Luis se le habían salido las tripas, yo las cogí, las lavé y se las volví a embutir”, recuerda Antonio, y después no supo nada más de su hijo. “Hubo mucha confusión; las mujeres y las niñas eran conducidas para un lado; los varones, para otro lado. Luis tenía diez años en ese tiempo”.
La familia Rojas Tovar fue repartida por todo el territorio nacional. María Teresa fue trasladada a Ibagué donde permaneció dos largos meses; Antonio, a Cali con su brazo partido en dos, de Luis se sabía que lo tenía una señora en Ibagué y de Doris y Olga que se encontraban en Bogotá.
Con dolor, Antonio trae a memoria el caso de Elías Acosta, quien tenía cinco joyerías en Armero y una finca. “Él estaba tendido en el suelo. De por sí, él ya tenía problemas en una piernita, pero al parecer se había lastimado las dos. Íbamos caminando y lo encontramos tendido en el lodo. Me dijo: ‘Antonio présteme un cuchillo o una navaja’, yo le pregunté: ‘¿Para qué?’, y me respondió: ‘Es que yo me voy a quitar la vida, porque no me la aguanto’, yo le dije: ‘Tenga paciencia don Elí que ya están sacando la gente, aguántese mientras vienen por usted’. Después oímos el comentario que cuando un socorrista se detuvo para ayudarlo, le quitó el cuchillo y se lo clavó en el pecho”.
“Solo fue hasta enero de 1986 cuando nos encontramos de nuevo, fueron tres largos meses de sufrimiento, al no saber nada de la familia”, asegura María Teresa, mientras enjuga sus lágrimas al recordar la angustia de su corazón.
El destino, la tragedia o la fatalidad le cambiaron a su pueblo natal de Armero por el municipio de Yumbo. La monja Silvia Correa supo, por un diario local, de la odisea de la familia Rojas Tovar y diligenció, por medio de una comunidad religiosa irlandesa, la compra de un nuevo domicilio para ellos, de ahora en adelante tendrían que construir una nueva historia en la Capital Industrial del Valle y es así, como desde hace 28 años, lo vienen haciendo.
Por José Julián Mena Rivera para www.todosesupo.com.
José Julián Mena Rivera. Comunicador social yumbeño egresado de la Universidad Santiago de Cali, es el autor de esta crónica.