Por Juan de Dios Vivas-Satizábal.
Don Epímaco Quintero, reconocido personaje de La Chanca en el siglo pasado, tenía un escuálido caballo, lleno de magulladuras, de mala figura y de ñapa andariego, que le servía para desplazarse hasta su finca en la orilla del río Cauca.
A Epímaco le gustaba la cocha, y con sus amigos se dedicaba a tomar en las cantinas. Cuando estaba ebrio, cogía la botella de cerveza, le agarraba la barbilla a su bestia, fiel compañero, y, levantándole la cabeza, se la vaciaba para que tomara. El caballo, se fue acostumbrando a que le dieran cerveza.
Cuando don Epímaco lo soltaba por la noche, el caballo salía a recorrer las calles de Yumbo, y donde veía un grupo de personas libando licor se arrimaba para que le dieran cerveza. En el momento en que el caballo se sentía mareado y con sueño, se retiraba del grupo a buscar una pared para recostarse, y se quedaba profundamente dormido.
El caballo de Epímaco, además de gustarle la cerveza, también era de “naturaleza ardiente”, como buen chanqueño y como buen negro, decía orgulloso Epímaco. Fuera de andar por las calles del poblado, también era asiduo asistente a la plaza suelta en lo que hoy día es el parque Belalcázar, que en las horas de la noche era adecuada como encierro para las reses y las bestias callejeras (y aun para las no callejeras, pues había personas del pueblo que en la noche llevaban sus semovientes a pernoctar en la plaza). “Era el cine del pueblo: había que ver los espectáculos que se formaban cuando los animales entraban en calor…”, rememora un venerable anciano.
Una madrugada don Epímaco, alistándose para ir a la finca, notó la ausencia de su caballo en la pesebrera de su casa. Imaginó que su equino por andar buscando cerveza y yeguas le había cogido la noche y se había quedado en la plaza. Al ver que pasaban las horas y no aparecía, resolvió salir a buscarlo. No lo encontró en la plaza, recorrió el pueblo y por fin encontró a su caballo recostado en la pared de la casa de la calle doce con carrera tercera. Conociendo, como creía conocer a su corcel, pensó que se había quedado dormido, y sin despertarlo le puso la jáquima, no sin antes notar que el caballo no reaccionaba.
–¡Así sería el festín…!, atinó a decir Epímaco.
Lo jaló, y no dio ni un paso. Volvió a jalarlo y no se movió. Por tercera vez lo intentó con mayor fuerza, cayendo a sus pies el semoviente con los ojos extraviados y la boca llena de babaza.
Epímaco se le acercó y pudo constatar, con gran sorpresa, que su caballo estaba muerto. Muerto físicamente y muerto de emoción: había quedado con todo el miembro viril, cual largo era, fuera de su parqueadero…, eso contaba Epímaco.
A raíz de este suceso, en Yumbo pasó a ser adagio o dicho popular:
Tan berraco que era, que murió parado como el caballo de Epímaco…¨
(Relato reconstruido por Juan de Dios Vivas-Satizábal con base en los aportes que una noche en el parque Belalcázar suministraron Cabo Vanegas, Diómedes Prado, Tulio García, Guillermo Pacheco, Damián Quintero, Alfredo Satizábal Prado, todos ellos que en Paz descansen…)