Por estos días se realiza el mundial de fútbol y no hay un colombiano que lo ignore, pues los dos juegos ganados por la Selección, tras su regreso al certamen después de 16 años sin clasificar, nos han dado -a los amantes del fútbol- más alegría que todas las actividades políticas y culturales sucedidas en el mismo periodo de tiempo. Pero, junto a la alegría y el júbilo, acontecen dos cosas terribles durante el mundial: los festejos desmedidos que acaban en crímenes y la difamación al fútbol por parte de quienes no lo disfrutan, pues son almas superiores que pertenecen al Olimpo y no a esta tierra pantanosa.
Este Mundial se inauguró con el partido Croacia vs Brasil, un encuentro caracterizado por las torpezas, omisiones y regalos arbitrales al equipo local, que marcó el primer autogol de la competencia, y aun así ganó -todo lo anterior nos dejó la incómoda certeza de una victoria inmerecida para la selección brasilera-. Cosas horribles suceden en la cancha, peores suceden en la calle.
Cuando Italia se coronó campeón del mundo en 2006, hubo dos muertos y numerosos heridos. En 2010, cuando España enseñó al mundo una forma de juego casi hipnótica -llamada de forma peyorativa “tiqui-taca”-, que le valió el título frente a Holanda, dos personas murieron en los festejos de título en el país ibérico; 4 muertos en 2 mundiales que pueden ser atribuidos al furor de la mayor competencia del fútbol. Pero en Colombia somos especiales: en la rumba de clasificación, el 11 de octubre del año pasado, casi doblamos la cifra de muertos registrados en los dos últimos países campeones durante la celebración del título: después de remontar 3 a 3 frente a Chile y clasificar al mundial, en nuestro país se registraron 7 asesinatos; fue curioso que las autoridades felicitaran a los ciudadanos, pues era una cifra inferior de muertos que la obtenida en la clasificación a Francia 98.
La presentación de Colombia en este mundial ha sido envidiable: dos victorias consecutivas, la mayor cantidad de goles colombianos en un mundial… En el primer partido frente a Grecia, considerada por los analistas el rival más difícil, el seleccionado nacional obtuvo un resultado cómodo de 3 a 0 jugando de forma eficaz. Luego del partido hubo muchos gritos, abrazos y agradecimientos al dios del fútbol; como buenos creyentes, en las ciudades y pueblos hubo caravanas, 3000 riñas y 9 muertos.
El pasado jueves la selección se midió frente a Costa de Marfil y los colombianos que disfrutamos el fútbol recibimos un motivo más para ilusionarnos: victoria 2 a 1. En el partido hubo 2 tarjetas amarillas, ambas para Costa de Marfil, pero en las calles del país las cosas sucedieron de otra forma: algunos aficionados se tiraron a las calles a comportarse como animales. Un proverbio chino dice que dos ratas furiosas no caben en la misma cueva, imagine usted cuánto espacio se necesita para miles de ratas furiosas. Después del partido inaugural, en Colombia se registraron 10 muertos, el jueves una menor de 14 años perdió la vida por una bala perdida. En dos jornadas deportivas sumamos 11, más 7 de la clasificación, 18 muertes asociadas a festejos de fútbol -España e Italia son un par de naciones sosas a nuestro lado: si no avanzamos más en el mundial, por lo menos acumularemos la cantidad de muertos que necesitarían 9 países civilizados que ganen los mundiales venideros-. Los hechos son lamentables, si tiene usted en cuenta que no todas las personas que disfrutan el fútbol son peligrosos borrachos vulgares.
Es difícil creerlo, pero los aguafiestas están entre nosotros, son hombres y mujeres que visten la camiseta de la selección, los que convierten los festejos del fútbol en monumentos de barbarie. Los festejos que siguen luego de que la selección juega un partido, dejan claro que la violencia en Colombia no es un asunto meramente político. Luego de un proceso de paz, el presupuesto de la guerra deberá ser invertido en psiquiatras. Me parece bien que se adopten medidas como la Ley Seca y la prohibición de motos, ojalá sean garantía para conservar el orden después del siguiente partido.
El otro tipo de aguafiestas es inofensivo -en términos físicos-, pues no atacarán con un puñal en la calle o harán llorar por tirar harina a los ojos de otros, su único delito es el de la presunción.
Cuando un grupo de intelectuales (el título más devaluado en la alta cultura colombiana, [los intelectuales son adornos que no sirven ni para animar el debate político del país] el titulito no deja de ser un epitafio añorado por muchos) se reúnen, en sus conversaciones se escuchará nombres de momias y fantasmas olvidados, pocas veces hablaran de temas triviales y mundanos como el fútbol. Más raro será que al hablar de fútbol estos respetables hombres y mujeres que viven ocupados en temas trascendentales, se entusiasmen. Para ellos el fanático del fútbol es un anatema animalesco que debe ser rehabilitado. Entre sus argumentos hay uno bastante divertido: para censurar el fútbol señalan su carácter popular, son ridículamente aburguesados los hombres y mujeres que portan la sabiduría en nuestro país, pero bueno, ellos hacen parte a lo que Baudelaire suntuosamente denominó la Aristocracia del Espíritu. Las publicaciones de estas personas en las redes sociales son molestas, nunca había bloqueado tantos perfiles de Facebook desde que lo uso. La vergüenza que debe sentir un fanático del fútbol no es menor a la que debe sentir la criatura divina que desperdicia la vida leyendo Homero, Shakespeare y los tipos más raros y novedosos del Olimpo literario, los dos son una representación del hombre sin vida que debe acudir a suplementos que justifiquen su presencia.
Nota: encuentre a Camus en la fotografía; él fue un futbolista frustrado.
Por J.A. Hernández Cajamarca.
J.A. Hernández Cajamarca: Nació en Cali en 1988. Ha escrito cuentos, ensayos y traducciones del inglés al español que se han publicado en la revista virtual de literatura barbarieilustrada.wordpress.com y otros medios. Vive desde hace cinco años en Yumbo, donde ha hecho parte de algunos proyectos culturales independientes.
Nota del Director: Agradecemos al autor y a la revista cultural Barbarie Ilustrada su autorización para la publicación del presente artículo.