Ese viernes 11 de mayo de 2007, Luis Carlos Tamayo, ‘Lilo’, regresaba a su casa por el mismo monte que recorría hacía 42 años. Esa vez vio a lo lejos un hombre largo con un casco azul que colocaba un ojo por el lente de un aparato parecido a una cámara fotográfica. Superando la manigua, y disimulando el tufo, ‘Lilo’ se le acercó y le pregunto al hombre del lente qué estaba haciendo. El hombre, que resultó ser el ingeniero Vélez, le contestó: “Un barrio”.
Con el transcurrir de los días, a los solitarios análisis de la topografía del terreno se sumaron equipos de obreros y maquinaria pesada del Instituto Municipal de Vivienda de Yumbo, que tenían como misión construir 396 casas detrás de la iglesia Nuestra señora de los milagros, donde terminaba el barrio La Estancia, en unas tierras que ni el más optimista del barrio creía que servían para algo.
La noticia del barrio era la más grande que recibían en la zona, además de aquella aparición de la virgen, ocurrida el 2 de julio de 1996 a las cinco de la tarde. Una señora de aspecto escandinavo, llamada María Castellanos, recibió la orden de tumbar su casa y construir ahí un templo durante la aparición. Alexander Cuero cuenta que al templo ha venido “gente de Estados Unidos y Suiza con sus rosarios en mano porque la virgen les ha curado el cáncer”. Él es miembro de la familia encargada de administrar esta capilla con aspecto de catedral metropolitana, con torre de reloj, pero del tamaño de una casa tradicional de La Estancia, con nueve metros de frente. La iglesia está abarrotada de rosarios en la pared central. Cada rosario, dicen, corresponde a un milagro. Nueva años antes de la aparición de la virgen, los habitantes del sector fueron testigos de varios maleficios.
Tarde de brujas
Sí que fue un día extraño ese de 1987. Se disputaba una final de Copa Libertadores, durante un fin de semana. Era 31 de octubre y en Chile se enfrentabas los dos equipos provenientes de Colombia y Uruguay.
William, hijo del sargento Arnulfo Blandón, un militar que llegó en el 62 a La Estancia, repartió uniformes del América a cuanto niño encontró. Los niños emplearon los uniformes como disfraces. William prendió veladoras a la virgen, encendió el equipo de sonido y se santiguó ante un cristo colgado en la pared.
En la televisión, a los nombres Hugo Valencia, Víctor Espinosa, Álvaro Aponte, se sumaba el de Jairo Ampudia en la defensa del América. Jairo es hijo del sargento Efraín Ampudia, quien llegó a La Estancia junto a Blandón.
Jairo era zurdo y le gustaba tanto el fútbol que hizo la primera comunión en la cancha del barrio: “En ese entonces no había pasto en la mitad, tuvimos que construir un arco ahí para colgar la piñata”, le dijo al Diario Deportivo en 1998.
La última imagen que William Blandón vio en el televisor antes de un corte de energía eléctrica fue la de los suplentes del América, a los 118 minutos y 46 segundos del partido. Estaban enfundados en sus uniformes de color rojo intenso, pugnando por meterse en el campo de juego del Estadio Nacional de Chile a festejar. En La Estancia William Blandón y los otros hinchas del América se prepararon para empezar a celebrar.
Cuando la señal volvió, oyeron que un tal Diego Aguirre, que no era jugador del América, había anotado un gol. El cronómetro marcaba 120 minutos. América no tenía tiempo para cambiar el resultado.
William Blandón pateó los bafles, la virgen y quebró el cristo, apagó el equipo de sonido y se acostó. Poco después empezó un incendio en la casa de Blandón. Su madre, doña Nelly Ruiz, asegura que ese fue un castigo divino. Nunca se volvió a jugar Copa Libertadores un día de brujas.
Luis Drichelmo Figueroa, un empleado de banco que compró una de las 45 casas en el barrio La Estancia. Foto Luis Fernando Riascos para www.todosesupo.com
Pero volviendo al tema de la construcción, desde la aparición de la Virgen y desde la derrota del América no pasaba nada extraordinario. Don Luis Drichelmo Figueroa, un empleado de banco que compró una de las 45 casas en el barrio, era entonces el único habitante del sector junto a su esposa y sus dos hijos.
De acuerdo al historiador Juan de Dios Vivas-Satizábal, estas viviendas ubicadas al oriente del pueblo se habían construido para albergar empleados de la nueva zona industrial. Esta nueva zona era el resultado de la implantación en el Valle del Cauca de un modelo para producir bienes sustituyendo importaciones, aprovechando que Yumbo, por estar dotado de una fuente de agua permanente como el río Cauca, tenía una facilidad de conexión con los puertos marítimos y aéreos.
Por aquella época don Luis vivía en un predio gigante de 26.600 metros cuadrados, en lo que fue una hacienda de Sebastián de Belalcázar. Este conquistador tenía dos ilustres vecinos en las haciendas Bermejal y Mulaló: Luis Guevara y Pedro Jiménez, tesorero y contador de la Corona. Belalcázar llegó con sus tres hijas en 1541 y fue responsable de la primera siembra de caña de azúcar en Colombia. Para esta siembra trajeron a un negro enorme que fue apedreado por un cacique, que creía que el negro venía a devorar a los indígenas. Así lo documenta el historiador Fabio Lenis.
Pero lo cierto es que Figueroa, a pesar de la llegada de los primeros moradores, se sentía todavía como en esa antigua hacienda. Del resto del pueblo no se sabía nada y de los otros habitantes de la urbanización llegaban rumores que eran unos militares los que habían poblado la parte oriente. Se hablaba de los sargentos Blandón, Ampudia y Chilito.
Estaba tan solo Luis Figueroa que un día llegó de trabajar y encontró una malla enfrente de su casa, cerrando el camino que tomaba para entrar y salir del barrio. La empresa Cartón de Colombia era la nueva vecina y había levantado la malla para cercar sus terrenos. Luis Figueroa decidió no emprender acciones legales contra la empresa: “Le pregunté al abogado del banco y me dijo: `Eso es pelea de tigre con burro amarrado. Usted puede ganar un pleito contra Cartón de Colombia, pero tras veinte años de litigio”.
Don Luis Figueroa vivió sus últimos días como tendero. Era un hombre de cabello blanco, baja estatura, gafas, que anotaba sagradamente las cuentas con lapicero y le contaba a cualquier comprador cómo le tocó poblar el barrio junto con otros habitantes que parecían recordados sólo por él. Ellos fueron los que decidieron dónde quedaría el primer parque y la primera escuela del sector.
La primera rumba
De la parte oriental aparecían niños con la cabeza rapada que caían en manos de los militares y la urbanización con dos entradas se expandió en forma de herradura. La rodearon, industrias cómo Ecopetrol, Celanese Quíntex y Texaco. La línea férrea, que pasaba por ahí desde 1914 era el lindero entre Yumbo y La Estancia.
La zona civil y ‘La Militar’ se dividió por la calle 23. Se criaron niños que parecían soldados. Los partidos de baloncesto terminaban con una sirena ronca que retumbaba desde algún rincón de Celanese. Apenas sonaba, los muchachos salían corriendo para la casa. La disciplina era total.
Esos primeros jóvenes levantados en La Estancia empezaron a aventurarse para salir de rumba. Cruzaban la carrilera y llegaban hasta el centro de Yumbo, a la discoteca Cangrejos. Regresaban de madrugada con las narices reventadas. Los yumbeños no los consideraban sus paisanos, sino niños ricos, hijos de los nuevos trabajadores de las industrias. Antonio Collazos, un recordado líder comunal relata que “nos perseguían pero sólo hasta la entrada de La Estancia, de ahí para allá estábamos en nuestro terreno”.
El primer lugar para la rumba era la típica casa de tejas de barro coloradas amontonada sobre la calle 23, de placa 22-10, cuya dueña era doña Atala. Ella retornó de los Estados Unidos para poner en su sala asientos y bafles en los que se oía a Leo Marini cantar: “Yo le pregunté a una gitana, queriendo saber mi destino… lo leyó, lo leyó, la gitana lo leyó”. ‘Lilo’, el mismo que se encontró el nuevo barrio, ha visto aparecer y desaparecer lugares nocturnos por cuatro décadas.
Según él, la carrera 17 fue la calle del trabajo más antiguo del mundo, con fachadas que parecían de hogares corrientes, pero iluminadas por bombillos rojos. El que se metía ahí tenía la certeza de que nadie lo encontraría. Ese barrio no estaba en el mapa.
Se puede decir que esa ha sido la etiqueta de la vida nocturna. Hasta ahora no se ha tumbado una casa para hacer una discoteca. Una de ellas era propiedad de la familia Barrera y hoy es una tienda. Como discoteca funcionó entre 1982 y 1990 y se llamaba Rolos Club. La pista de baile era en la sala. “Tenía espejos en las paredes. Esa era una verdadera innovación en la decoración. Uno se miraba mientras bailaba”, comenta ‘Lilo’.
Otra rumba fue la que impusieron ‘Los Amaranto’. Ellos parecen vivir en plan festivo desde que se vinieron de Quibdó en 1970. Esa tradición hace que el Día de la Madre, durante las festividades del cumpleaños de La Estancia, la gente se asome para ver qué están haciendo, si jugando dominó o si sacaron los asientos y esos bafles tan grandes como ellos.
El motivo de su traslado fue el nombramiento de Ángel Enrique Rivas como profesor en un corregimiento cercano, Yumbillo. Ya vivían en Cali pero “el transporte era muy complicado y pensamos en alquilar una casa en Yumbo”, comenta Nancy Rivas, la mayor de los siete Rivas o ‘Los Amaranto’, llamados así porque reciben como apodo el nombre de su padre.
Sin viche, sin el río Atrato, y aunque “la carne no se ahúma, ni se consigue pescado seco”, como dice Nancy Rivas, se las ingeniaron para trasladar el jolgorio chocoano, formando las barras de las candidatas al reinado con trajes coloridos, chirimías, tambores y danzas autóctonas.
Los billares y jugaderos de sapo también han sido sitios tradicionales. Actualmente hay uno, El Mirador, también sobre la 23. Aún se compra aguardiente por copas: el tintero, (pequeño) a $2.000, el carretillero (grande) a $3.000. ‘Lilo’ todavía se acuerda de los billares que había mucho antes: “Al propietario de El Mirador le decían ‘Panamá’. Él se levantaba a hacer buñuelos a la madrugada. Llegábamos de Cangrejos a rematar, y durábamos hasta medio día. Si alguien preguntaban dónde andábamos, le respondían: ‘Están encaletados donde ‘Panamá’”.
De la avenida hace rato se fue Atala y llegaron graneros, cabinas telefónicas, panaderías y salas de internet que sí han modificado la arquitectura de las viviendas viejas, respetada por los primeros negociantes del placer. Los hermanos Gómez de Chinchiná, Caldas, habitan una de la casas que permanecen iguales. Ello la compraron en 1970. En ella sólo queda Don Ramón y la casa se derrumba ante los ojos de todos.
No hay chance
Don Ramón cada vez sale menos. Ya no se para en la entrada de los billares para que alguien le gaste una cerveza. Tiene 87 años. Con el caer de la noche prefiere meterse en su casa a tomar conchos de aguardiente con cerveza caliente y prende el radio de pilas.
Don Ramón cada vez sale menos. Ya no se para en la entrada de los billares para que alguien le gaste una cerveza… Foto Luis Fernando Riascos para www.todosesupo.com
Duerme en la sala de su casa, porque a las otras habitaciones están derrumbándose. Hay un sofá que le sirve de cama; botellas de gaseosa y latas vacías, ollas con frijoles fríos, bolsas con buñuelos, tazas y platos sobre una endeble mesa de madera. En el piso hay bacinillas, gatos que merodean y de la pared verde descolorida y cuarteada cuelgan camisas, gorras, un rosario, una sombrilla y telarañas del tamaño de serpentinas de fiesta.
En un maletín de cuero café que está sobre el sofá tiene libros empolvados de autores como Klim, y obras sobre música clásica que narran historias de compositores que él dice disfrutar como Bach, Vivaldi y Shubert. También tiene un libro de cine de Hollywood.
En una bicicleta que descansa sobre la pared desde 1985, José Ramón Gómez se montaba con pantalón oscuro, recogía las mangas de la camisa y la gente distinguía su cabeza blanca mientras recorría las cuadras de La Estancia vendiendo chance. Él iba hasta la puerta de la casa del cliente y con su voz gruesa, como de parlante viejo, repetía el número que la gente jugaba mientras lo anotaba.
Don Ramón, el hombre culto que vendía chance por las calles del barrio La Estancia. Foto www.todosesupo.com
En otro sector de La Estancia, se encuentra la capilla de la Virgen, y del lado derecho del camino, detrás de un alambrado, aún queda el último vestigio de la hacienda de Belalcázar.
En la otrora propiedad del conquistador pastea ganado en un potrero que será urbanizado, como fue La Estancia, como lo es el lote detrás de la iglesia, donde ya se levantaron 147 casas.
Ese barrio que muchos ven sólo como un bloque gris perdido en los márgenes de una ciudad industrial, entraña historias de varias generaciones que vieron pasar acontecimientos y costumbres a lo largo del tiempo.
En ese escenario de tantas anécdotas cotidianas y sobrenaturales es una síntesis de la realidad nacional, con todas sus clases sociales, etnias, creencias y pasiones. En La Estancia vive la memoria de Colombia.
Sebastián de Belalcázar, don Ramón, ‘Los Amaranto’, un jugador del América de Cali: todos con sus rostros e historias son el alma de un barrio poblado de relatos extraordinarios.
Por Luis Fernando Riascos para www.todosesupo.com
Muy buena crónica de nuestro barrio como yo lo llamo república independiente La Estancia; no se podía describir de la mejor manera.
Muchas gracias como estanciero que soy. Felicitaciones a todos.
Llegué procedente de la ciudad de Palmira a la edad de 15 años me acuerdo de chilito, Ramón don Luis, rosa mona , Manuel el hermano de Reinaldo entre otros personajes conque crecimos es un barrio con muchas historias don tengo mucho recuerdos mis sobrinos mi hermano, mi hermana nos criamos aquí por lo tanto tenemos un sentido de pertenencia por nuestra barrio.
Llegué procedente de la ciudad de Palmira a la edad de 15 años en el año de 1993. Me acuerdo de Chilito, Ramón, don Luis, Rosa Mona, Manuel, el hermano de Reinaldo, entre otros personajes con que crecimos. Es un barrio con muchas historias donde tengo mucho recuerdos mis sobrinos mi hermano, mi hermana nos criamos aquí por lo tanto tenemos un sentido de pertenencia por nuestra barrio.